30 noviembre 2021

La vigencia del franquismo

Tom Burns Marañón


El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Alberto Ortega Europa Press 

La conducta política de Pedro Sánchez no es tan ajena a la de quien desenterró en un morboso ejercicio propagandístico. La mejora de la calidad democrática es imposible mientras siga vigente tanta cultura política franquista.

Las enmiendas que han presentado los socios y los aliados del Gobierno a su funesta Ley de Memoria Histórica no es más que la última ignominiosa manifestación de la ideología totalitaria que desordena el pensamiento y lo turba todo. Si se quiere retrospectivamente abrir la veda a la revisión del pasado se puede también meter el dedo en la llaga contemporánea que desde hace tiempo lesiona el cuerpo de la España constitucional.

Se trata de la herida que el actual Gobierno socialcomunista ha disparatadamente abierto en canal con su premeditado desprecio de la historia, porque eso es precisamente en lo que consiste legislar su memoria y ponerle calificativos. Al hurgar en la lesión se puede palpar lo que pocos están dispuestos a reconocer porque es políticamente incorrecto en grado máximo.

El diagnóstico más perturbador que se puede extraer de tal exploración es que sobreviven muchas malas prácticas que estuvieron vigentes durante el régimen que construyó el dictador, el aniversario de cuya muerte hace cuarenta y seis años se cumple mañana. La conducta política de Pedro Sánchez no es tan ajena a la de quien desenterró en un morboso ejercicio propagandístico.

Se denomina Frankenstein al Ejecutivo que preside Sánchez y el apodo, como se sabe, se debe a Alfredo Pérez Rubalcaba, el anterior secretario general del Partido Socialista que dirige el actual presidente del Gobierno. De vivir, es posible que el siempre ingenioso Pérez Rubalcaba asentiría hoy que el apelativo más preciso, más exacto, de la coalición gobernante sería el de franquista. 

No cabe imaginarse una agrupación más iliberal ejerciendo el poder sobre lo que formalmente es una sociedad plural que, al año de extinguirse biológicamente la dictadura, abrazó la concordia como conducta y la Monarquía parlamentaria como forma de estado.

Al igual que Franco jugó con combinaciones de democristianos que estaban cómodos con el nacional catolicismo, de tecnócratas del Opus Dei, de falangistas que soñaban con la "revolución pendiente", y de tradicionalistas y nostálgicos de la España Imperial, una, grande y libre, Sánchez reparte el juego entre socialdemócratas a la defensiva y ligeros de criterios, entre izquierdistas descerebrados que fantasean con la ingeniería social de un mundo feliz, y entre entusiastas de muy particulares, trasnochadas y excluyentes esencias nativistas. Y, por descontado, en ambos banquillos hubo y siguen habiendo trepas muy leales a la autoridad que más calienta. De estos hay todos los que se quiera y siempre los ha habido.

Franco contó con la mitad y pico de españoles que secundaron su golpe militar contra una República que se despeñaba como consecuencia de su disfuncionalidad. Y Sánchez cuenta con la mitad y pico de diputados que en un Parlamento irremediablemente atascado apoyaron su moción de censura contra un Gobierno completamente desacreditado y sin solución de continuidad. Franco consideraba que sus nada representativas Cortes no pasaban de ser una claque y Sánchez corre el riesgo de pensar que su mayoría parlamentaria también lo es.

El dictador estableció un régimen que reunió a los victoriosos del fratricidio. Gobernó con ellos y para ellos. El breve experimento democrático fue demonizado como el culpable de una España rota y de un millón de muertos. Y de la misma manera la política de Sánchez está enraizada en los principios y en los valores del intervalo republicano que ensalzan sus socios y sus aliados. Su prioridad es escucharles y compensarles, porque de ellos depende su poder. Se ha dado la vuelta a la tortilla y del centralismo represor del bando vencedor se ha virado hacia la balcanización del vencido.

Salvadas todas la distancias que hay entre una dictadura convicta y confesa y un Gobierno legítimamente democrático, lo que tienen en común ambos antagónicos sistemas políticos es la persistente aplicación de la estrategia del enfrentamiento y de la polarización. Es la eterna historia de las dos rencorosas Españas que hiela corazones. Ellos los malos. Nosotros los buenos.

Si aquellos fueron devotos de Frascuelo y de María, folclóricos de cerrojo asfixiante y confesionales a machamartillo que secuestraron los símbolos patrios, el sanchismo es militantemente laico, absurdamente relativista y adicto hasta decir basta a los preceptos cool del posmodernismo. La meta de su contundente progresismo puede ser la república confederal.

La percepción de la amenaza y la divulgación revanchista del odio para rebatirla se impone de arriba abajo a través de la instrucción pública. Hoy en las escuelas se adoctrina contra los "fachas" como antes se hacía contra los "rojos". Ser conservador no es, como saben los conservadores, preferir lo familiar a lo desconocido, lo ensayado a lo que no lo ha sido y lo conveniente y apropiado a lo perfecto. El conservador es un ser despreciable, un elitista, un opresor, un supremacista y un machista cuando no un desviado sexual.

En la España de hoy la derecha podrá disimular, pero los voceros oficialistas instan que no hay que dejarse engañar. La derecha en España es siempre la codiciosa extrema derecha, el dóberman que se disfraza de cordero. De parecido modo, para el franquismo los demócratas no dejaron nunca de ser los tontos útiles del judeomarxismo, enfrascados en contubernios y, por añadidura, masones.

Se moldea una sociedad de una manera o de otra cuando una incuestionada jerarquía establece qué se ha de pensar, lo que está permitido decir y cómo se debe actuar. El orden sobrepuesto va, lógicamente, de arriba abajo y asegura que el que se mueve, como mínimo, no sale en la foto. Esta constatación que se extrae de la exploración de la llaga en el cuerpo político es importante. La política española de hoy, al igual que la del franquismo, emana del mando único y el requerimiento es siempre el de la unidad. No hay debate y la disensión, hoy como entonces, equivale a la deslealtad. Quienes se niegan a remar en el barco de la progresista coalición gobernante traicionan el bien común.

Lo que no hay es una sociedad civil que confiadamente asume la responsabilidad de fortalecer la democracia. No hubo lugar en el ordenamiento político de entonces para una ciudadanía empeñada en fiscalizar la actuación del Gobierno y con posibilidades de controlarla y limitarla. Tampoco cabe en el de hoy.

Se suceden en el mando los enemigos de la sociedad abierta y, a fuerza de longevidad, la democracia orgánica de la dictadura y la de los aparatos partidistas de la Monarquía parlamentaria han conseguido desmovilizar la colectividad. Lo que hay es una mansa manada de ciudadanos que busca el amparo del Estado benefactor. Ya no se puede contar con las remesas de emigrantes para proveer la beneficencia, pero el sanchismo puede acudir directamente a las subvenciones de Bruselas. Libertad, ¿para qué?

Lo público y lo privado

Un elemento llamativo en este ejercicio comparativo se centra en el debate entre lo público y lo privado. El franquismo se levantó sobre los cimientos del corporativismo y los poderes del régimen edificaron una fachada de bienestar. Lo "social" ocupaba un espacio relevante en el discurso de la dictadura. A veces era un párrafo preñado de cinismo, a veces no lo era y, eso sí, en ambos casos estuvo siempre envuelto por el paternalismo. 

Quienes en la izquierda actual no cesan de enaltecer las bondades de lo "público" deberían saber que las mismas alabanzas estuvieron siempre en boca de los propagandistas del régimen. El franquismo desconfiaba del sector privado y lo regulaba con ahínco. Y nunca mostró interés por incentivar el emprendimiento individual. Eso no se estilaba entonces ni se contempla con mucho entusiasmo hoy.

La fecha del 20-N provoca, al menos en los viejos del lugar, reflexiones en torno al franquismo. Y también conmemora la celebración en ese mismo mes de 2015 del entierro del arreglo bipartidista que estrenó la Transición política a la democracia. A los cuarenta años de la muerte del dictador, el Parlamento de la Corona constitucional quedó irremediablemente fracturado.

El debate político del último lustro debería haber estado primordialmente centrado en la adecuación de la Ley Electoral para sortear la sobrerrepresentación, y el consiguiente chantaje, de partidos minoritarios y fomentar amplias, y nada Frankensteinianas, coaliciones gobernantes.

Sin embargo, no se ha curado esa herida congénita del sistema parlamentario. No se ha sanado porque la mejora de la calidad democrática es imposible mientras siga vigente tanta cultura política franquista.