10 noviembre 2021

La regeneración moral de la sociedad

Santiago Jáuregui
Doctor en Derecho y en Ciencias Políticas


«Sin una conciencia y sin una voluntad éticas, la actividad política degenera, tarde o temprano, en un poder destructor. Las exigencias éticas se extienden tanto a la gestión pública en sí misma como a las personas que la dirigen o ejercen. El espíritu de auténtico servicio y la prosecución decidida del bien común, como bien de todos y de todo el hombre, es lo único capaz de hacer ‘limpia’ la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, el pueblo exige»

En las últimas décadas se viene produciendo una profunda crisis de la conciencia y vida moral de la sociedad española que se refleja también en la comunidad católica y que afecta no sólo a las costumbres, sino también a los criterios y principios inspiradores de la conducta moral y, así, ha hecho vacilar la vigencia de los valores fundamentales éticos. 

En particular, los padres de familia percibimos con preocupación la ausencia de criterios morales válidos en sí y por sí mismos a causa de su racionalidad y fuerza humanizadora. Tales criterios, por el contrario, son sustituidos de ordinario por otros con los que se busca sólo la eficacia para obtener los objetivos perseguidos en cada caso, siendo desplazados en la conciencia pública desde el poder político, por la dialéctica de las mayorías y la fuerza de los votos, por el «consenso social, por un positivismo jurídico que va cambiando la mentalidad de las personas a fuerza de disposiciones legales, o por el cientifismo al uso.

La falta de respeto al bien básico e inestimable de la vida ya en su mismo origen, ya en el decurso de su existencia o en su etapa final, es igualmente un lastre que arrastra nuestra sociedad actual. Quizá como ningún otro aspecto, esta violación refleja la crisis moral actual, caracterizada, ante todo, por la pérdida del sentido del valor básico de la persona que está en la base de todo comportamiento ético. 

De esta manera se justifica, legaliza y practica el abominable crimen del aborto, con las inevitables repercusiones psíquicas para numerosas madres que se ven sumidas en el abandono y la desesperación sin otro aliciente que desprenderse de una vida ya concebida para beneficio de potentes grupos económicos que acrecientan sus beneficios obtenidos inmoralmente a costa del sufrimiento de tantas personas y del deterioro moral de la sociedad.

 En la misma línea, se ha aprobado recientemente la legalización de la práctica de la eutanasia activa y directa, sin garantizar la necesaria libertad por parte de numerosos enfermos de edad avanzada a los que se niega la posibilidad de acudir a tratamientos no invasivos, alejados de todo ensañamiento terapéutico, y a los requeridos cuidados paliativos que con frecuencia pasan a ser dispensados a los estratos más pudientes de la sociedad.

En este contexto convergen factores de muy diversa índole, mutaciones sociales, ideológicas, transformaciones técnicas, cambios políticos, modificaciones en la jerarquía de valores hasta ahora comúnmente admitidos y factores intraeclesiales. Entre los primeros, debemos destacar la crisis del sentido de la verdad, al dominar la convicción de que no hay verdades absolutas, de que toda verdad es contingente y revisable y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo; la corrupción de la idea y de la experiencia de libertad concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el hombre y el mundo, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente insolidaria, en orden a lograr el propio bienestar egoísta; la quiebra del mismo hombre, al desarraigar a la persona de su naturaleza; la facticidad, al imperar la exaltación de lo establecido y la aceptación acrítica de la pura facticidad. 

«Hay lo que hay y no otra cosa», vinculado al ‘pensamiento débil’ que renuncia a toda verdad última y definitiva; la falta de formación moral en los católicos españoles que les ha sumido en el desconcierto y desorientación moral. Desearían actuar de forma moralmente adecuada, pero se hallan perplejos sin saber por dónde dirigirse, sobre todo en materias complejas como la moral económica o la sexual. 

Lo cual aumenta el desconcierto, la incertidumbre, la indecisión que, tarde o temprano, acabarán en un subjetivismo o en un laxismo moral; la distinción entre lo legal y lo moral: el Estado ha promulgado leyes que autorizan acciones moralmente ilícitas. Por eso muchos consideran morales estas acciones legalmente permitidas. Lo que está permitido, en el orden jurídico, les parece que es ya inmediatamente conforme a la recta conciencia.

El carácter inexorablemente moral del hombre exige establecer su auténtica relación con la verdad y la libertad y aun la misma relación entre ambas. Esta relación tiene lugar en el campo de la conciencia moral, es decir, en la facultad, arraigada en el ser del hombre, que le dicta a éste lo que es bueno y malo, le incita a hacer el bien y a evitar el mal y juzga la rectitud o malicia de sus acciones u omisiones después de llevarlas a cabo. 

Desde sus orígenes, los hombres han visto en la conciencia la voz del mismo Dios y en ella, a su vez, la norma que están llamados a seguir. Pero no se puede confundir la conciencia con la subjetividad del hombre erigida en instancia última y en tribunal inapelable de la conducta moral. La conciencia está expuesta a su propio falseamiento: a no reconocer lo que Dios realmente le transmite y a tener por bueno lo que es malo; y puede deformarse, hasta el punto de no emitir apenas juicios de valor sobre el comportamiento del hombre.

Como enfoques prácticos de lo anterior, cabe aludir en primer lugar a la familia, lugar privilegiado para lograr la humanización del hombre. Los padres tenemos la gravísima obligación de educar a nuestros hijos y la sociedad debe considerarnos como los primeros y principales educadores de los mismos. El cumplimiento de este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. 

En segundo lugar, un factor fundamental de la educación moral de las nuevas generaciones es la institución escolar y el sistema educativo que canaliza las responsabilidades e iniciativas educadoras de la sociedad. El Estado debe garantizar plenamente la formación humana integral a través de la institución escolar, de acuerdo con las convicciones morales y religiosas de los padres. En tercer lugar, los medios de comunicación social, que han de ejercer un papel altamente beneficioso para el desarrollo y la regeneración moral de nuestra sociedad. 

Finalmente, la vida política tiene también sus exigencias morales. Sin una conciencia y sin una voluntad éticas, la actividad política degenera, tarde o temprano, en un poder destructor. Las exigencias éticas se extienden tanto a la gestión pública en sí misma como a las personas que la dirigen o ejercen. 

El espíritu de auténtico servicio y la prosecución decidida del bien común, como bien de todos y de todo el hombre, es lo único capaz de hacer ‘limpia’ la actividad de los hombres políticos, como justamente, además, el pueblo exige.