16 noviembre 2021

Saber envejecer

Javier Gómez de Liaño
Abogado. Fue magistrado y vocal del CGPJ


«La vieja imagen de la vejez es vieja y valga la redundancia y abundan quienes siguen teniendo en la cabeza los rancios clichés de septuagenarios y octogenarios llenos de achaques y drásticamente disminuidos. No es así. Con la edad tal vez perdamos memoria y agilidad mental, pero nuestra visión del mundo cambia para expandirse. La edad jamás puede ser criterio de exclusión. La creatividad, la experiencia y la estabilidad tienen gran peso según avanza la vida»

Con rotundas y bellas palabras, Camilo José Cela, auténtico paradigma de fusión entre la vida y la literatura, dijo, recién cumplidos los 80 años, que sólo cuando se renuncia a ser joven la vejez se presenta y barre todas las ilusiones, noble idea que, varios siglos antes, Lope de Vega, que murió sin tan siquiera llegar a mayor, había expuesto en su Égloga piscatoria al proclamar que en los campos de la vida no hay más que una primavera. A la juventud no la domina el calendario, pese a su desbocado deshojar y la clave reside en el espíritu de cada cual.

Esta divagación viene a cuento de la pregunta que la semana pasada me hizo un gran amigo, ingeniero

de profesión, de cómo veía la situación de los viejos en España. La respuesta fue, a bote pronto, lo que pensaba y sigo pensando. Que un mal día quienes nos gobernaban acordaron declarar viejo por decreto al que aún no lo era y decidieron jubilarlo, mandarlo para casa y hasta humillarlo con esa cursilería de la ‘tercera edad’, al tiempo que le daban una modesta pensión a cambio de que sonriese.

¿Por qué el empeño de algunos en sostener que los mayores de 65 años son desecho de tienta por el simple hecho de que la partida de nacimiento acredite la condición de sesentón, setentón u ochentón? ¿Por qué siendo más longevos aceptamos que a los 60 o 65, que viene a ser igual, termine la productividad de una persona? No hay nada peor que el paternalismo de los políticos -no de todos- que encima creen que hay que darles las gracias por cuidar de los mayores, olvidando que lo más importante es el derecho a la dignidad.

La edad jamás puede ser criterio de exclusión. La creatividad, la experiencia y la estabilidad tienen gran peso según avanza la vida. ¿A quién se le ocurre que Mario Vargas Llosa tiene que dejar de escribir por haber cumplido 85 años? ¿O que Carmen Iglesias, de 79, ha de abandonar la dirección de la Real Academia de la Historia o el sillón E de la Real Academia Española? 

¿O que el doctor Valentín Fuster, de 78, y uno de los mejores médicos del mundo, no puede seguir dirigiendo el Instituto Cardiovascular del Hospital Monte Sinaí de Nueva York? ¿Acaso no recordamos los 91 años de Clint Eastwood, que acaba de estrenar ‘Cry Macho’, su última película? ¿Qué motivos existen para prescindir de alguien guiándose no más que por el Registro Civil?

Lo he dicho en alguna ocasión. Jubilar a los 70, incluso a los 72, a un catedrático de universidad, a un abogado del Estado o a un magistrado o fiscal, es un mayúsculo error. La valía jurídica de un juez, como la docente de un profesor, no puede medirse de forma tan pedestre. Fue Ihering el que escribió que para ser un buen jurista había que ser un gran escéptico y el escepticismo suele darlo la edad. Lo importante es ser o no ser útil. 

En el Tribunal Supremo norteamericano a sus miembros sólo los tumba la muerte o la declaración expresa de incapacidad. El actual presidente, John G. Roberts, nombrado en 2005 por Bush, tiene ahora 66 años. Bien conservado podría seguir en su cargo otros quince, lo que, por otra parte, es una sólida garantía de independencia e imparcialidad.

La vieja imagen de la vejez es vieja y valga la redundancia y abundan quienes siguen teniendo en la cabeza los rancios clichés de septuagenarios y octogenarios llenos de achaques y drásticamente disminuidos. No es así. Con la edad tal vez perdamos memoria y agilidad mental, pero nuestra visión del mundo cambia para expandirse. Un estudio de Harvard llega a la conclusión de que la gente cuando pasa de los 60 años, no sólo mejora la inteligencia, sino que también la felicidad aumenta. Un proverbio húngaro enseña que la vejez resta velocidad a las patas del caballo, pero no le impiden relinchar. Otro, alemán, que los árboles más viejos dan los frutos más dulces. 

La vejez pierde en fuerza y vitalidad lo que gana en autoridad, reflexión y buen juicio. Lo proclamó hace muchos años un romano sabio. Lo que sucede es que aquella sociedad a la que Cicerón dedicó su ‘De senectute’ nada tiene que ver con la de hoy en día, donde predomina el menosprecio por la vejez, tal vez porque ya no necesite de los saberes del anciano y prefiera los ordenadores. A los 80 años y no digamos a los 70 queda mucha vida por delante. 

Que el año pasado los ciudadanos españoles con 65 o más años sobrepasaran los nueve millones de personas y que más de dos millones superaran los 80 años y constituyesen el 4,6 por ciento del total de la población del país, es un logro social y cultural imponente.

El profesor Luis Rojas Marcos cuenta que en sus años de trabajo en la salud pública neoyorquina aprendió dos lecciones. La primera fue que para disfrutar de una vida completa, y evitar que la edad nos convierta en caricatura, hay que mantener constantemente activas las habilidades del cuerpo y las potencias del alma. 

La segunda, que resulta muy difícil aplicar la anterior sin antes vencer ciertos prejuicios adversos sobre la edad. Hoy, merced a los progresos de la ciencia médica y al auge de la educación, en muchas naciones, incluida España, cumplir 100 años en aceptable estado de salud ya no es un sobresaliente suceso de la naturaleza.

Llegar a viejo no es malo y nadie lo es tanto como para no pensar vivir otro año más. Todo es cuestión de sentido común. El peligro está cuando se aspira a más de lo razonable. Si yo hubiera ambicionado, por ejemplo, ser Balón de oro, Nobel de la Paz o premio Cervantes, lo más probable es que a estas alturas me sintiera bastante frustrado. 

Eso es lo que les pasa a muchos; que quieren ser obispos cuando el destino real, siendo generosos, no pasa de cura de su pueblo. Lo primero que el hombre necesita para envejecer es tener decoro, esto es, envejecer sin frivolidad y con los pies bien pegados al suelo.

En cierta ocasión Picasso escribió que «cuando se es joven de verdad, se es joven para toda la vida», cosa que repito cuando tengo oportunidad, pues me parece una sentencia luminosa. Por el camino inverso, cuando se es viejo, se es desde la adolescencia e incluso desde la niñez y hasta la muerte, aunque ésta asome a los treinta años. Todos hemos conocido jóvenes viejos, pero también septuagenarios, octogenarios y hasta nonagenarios gozosamente jóvenes y felices.

Tengo para mí que viejo es quien considera que su tarea está cumplida; el que se levanta sin metas y se acuesta sin esperanzas. Sigamos la senda del actor Anthony Hopkins que en una entrevista publicada en el ABC en diciembre de 2020 y realizada con motivo del estreno de la película ‘El padre’, de la que es protagonista, decía que la vejez le había ayudado a entender que siempre hay una forma más sencilla de hacer las cosas. «Me he vuelto sabio con la edad y ahora sé que no sé nada». «En este tiempo tan raro de coronavirus he aprendido a sacar partido a mis días: medito, toco el piano, leo, pinto y estoy en paz», apuntó el actor. A esto se llama saber envejecer, una obra maestra del arte de vivir.